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Morir En El Intento
Escrito el 11 Jul 2022
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San Antonio, Texas. Tanta muerte, tanto dolor, en un espacio tan pequeño. Duele imaginarse esos cuerpos inertes, asfixiados, como si los hubieran hervido por dentro, con una descomunal fiebre que calienta todo a su alrededor.
Los órganos dejan de funcionar y da un sueño que mata. Seguramente había muchos amontonados en las esquinas, buscando aire, en la caja de un tráiler que no puede abrirse por dentro. El aire acondicionado no estaba prendido. ¿Por qué? Qué error tan tonto y tan grave.
Debe ser terrible esa angustia del que sabe que no hay salida, que el compañero de al lado ya se desmayó y que luego sigue él. O ella. El agua se acabó. Y la vida también.
¡Qué desesperación de los que gritan y nadie los oye! El camión estaba parado en un camino poco transitado a las afueras de San Antonio y el sol, el brutal sol, confirmaba otra ola de calor en el sur de Texas. Son cada vez más frecuentes, tanto que en otras partes del mundo a las olas de calor les están poniendo nombres, como si fueran huracanes. Aquí es donde se cruzan la migración y el cambio climático.
Los inmigrantes se murieron en un lunes en que las temperaturas superaron los 100 grados Fahrenheit (o casi 38 en centígrados). La caja del tráiler se convirtió literalmente en un horno. Pero si esto hubiera ocurrido el martes, posiblemente estarían vivos. El martes cayó una tormenta en San Antonio, llovió mucho y bajó considerablemente el calor. Maldito lunes.
Y maldito también el cruel sistema que mata a tantos inmigrantes.
Con 53 muertos, esta ya es la peor tragedia migratoria en la historia de Estados Unidos. Pero nos equivocamos si creemos que es un evento único. Casi todos los días mueren inmigrantes en su camino al norte. En el pasado año fiscal murieron 557 inmigrantes en la frontera, según datos oficiales de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Esto es mucho más que los 254 que murieron en el 2020. Y este año va en camino a convertirse, también, en uno de los más mortíferos.
Esta es una historia que se repite. En el 2003 viajé a Victoria, Texas, para una noticia similar. Decenas de inmigrantes habían sido amontonados en la parte de atrás de un tráiler. Tampoco tenían aire acondicionado ni agua suficiente. Ante la imposibilidad de abrir la puerta, hicieron un pequeño hueco -donde estaba una de las luces de freno- y por turnos se acercaban a respirar aire fresco.
Pero no fue suficiente. Cuando descubrieron el tráiler estacionado, sin chofer, había 17 inmigrantes muertos, incluyendo un niño de cinco años de edad. Dos adultos más morirían más tarde en el hospital.
Tras esa cobertura periodística hace casi dos décadas, escribí un libro -Morir En El Intento- como advertencia y pensando que este tipo de tragedias nunca se repetiría. Pero me equivoqué.
Cuando mi jefa, la incansable María Martínez, me llama a la casa, tiemblo. Casi siempre es algo grave. La penúltima vez que lo hizo terminé en la guerra en Ucrania. Y el lunes pasado, solo me preguntó si estaba al tanto de lo que ocurría en Texas. “This is bad, Mister Ramos”, me dijo. Y tenía razón. Empaqué de madrugada y a la mañana siguiente ya estaba trepado en un avión camino a San Antonio.
Fue un deja vu. Se trataba de un tráiler muy parecido, tirado y sin chofer a un lado de otra desolada carretera. Las circunstancias eran casi iguales. Y el dolor enorme pero multiplicado por 53. Del 2003 al 2022 lo único que había cambiado era el número de víctimas.
Creo que ya es momento de reconocer que este es el sistema migratorio que todos hemos permitido. Llevamos décadas discutiendo uno mejor y los políticos, sencillamente, no se ponen de acuerdo. Pero es un sistema cruel, injusto y mortal. He seguido de cerca la pelea entre el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y el gobernador de Texas, Greg Abbott, después de la tragedia de San Antonio y es frustrante. Abbott le echa la culpa a la “política de fronteras abiertas” de Biden y el presidente responde que este no es el momento de politizar una tragedia y culpa, a su vez, a los traficantes de personas.
Mientras tanto siguen muriendo inmigrantes en la frontera. Y con el fin del programa Quédate En México, como decidió la Corte Suprema, muchos más intentarán cruzar. Vienen meses difíciles.
Ya sabemos que los muros no sirven. La frontera entre México y Estados Unidos es porosa, fácil de violar, y así ha sido desde su creación tras la guerra en 1848. Eso no ha cambiado ni va a cambiar.
Lo normal, lo natural, es que las personas más pobres y vulnerables del continente, y que viven en el sur, se vayan al lugar más seguro y próspero en el norte, que es Estados Unidos. Huir de la guerra, de las pandillas, de la pobreza, de la falta de salud y educación, de la corrupción y de la ausencia de oportunidades no es un crimen.
Y si a esto le sumamos las terribles consecuencias económicas por la pandemia, tenemos la tormenta perfecta.
En el pasado mes de mayo fueron detenidas más de 239 mil personas que entraron ilegalmente a Estados Unidos. Es un récord. Esto quiere decir que en este año fiscal pudieran entrar unos dos millones de personas sin documentos. Otro récord. Esa es la realidad. Es una simple cuestión de oferta y demanda. Y Estados Unidos tiene la capacidad y la obligación moral de proteger a muchos de esos refugiados.
El problema es que no hay un sistema eficiente, generoso y justo que permita atender a toda esta gente.
Tenemos que aceptar que el millón de inmigrantes legales que Estados Unidos acepta anualmente es totalmente arbitrario e insuficiente. Por cada inmigrante que llega legalmente, entran dos sin documentos. El sistema tiene que adaptarse a esta nueva realidad. Imponer cifras, como hemos visto, no tiene ningún impacto en la frontera.
Conclusión: hay que ampliar la migración legal y crear un nuevo sistema para evitar más tragedias como la de San Antonio y Victoria. La muerte nunca debe ser parte de la ecuación migratoria. Si los futuros inmigrantes y refugiados supieran que hay maneras seguras y confiables de entrar a Estados Unidos, estoy seguro que no se arriesgarían cruzando con sus hijos por el río Bravo, ni se aventurarían en el desierto a la mitad de la noche o se meterían en una caja metálica sin aire acondicionado en pleno verano.
Pero no tengo muchas esperanzas. Todas las que tuve se han ido desinflando.
Aquí estoy esperando la siguiente llamada de María.
Los órganos dejan de funcionar y da un sueño que mata. Seguramente había muchos amontonados en las esquinas, buscando aire, en la caja de un tráiler que no puede abrirse por dentro. El aire acondicionado no estaba prendido. ¿Por qué? Qué error tan tonto y tan grave.
Debe ser terrible esa angustia del que sabe que no hay salida, que el compañero de al lado ya se desmayó y que luego sigue él. O ella. El agua se acabó. Y la vida también.
¡Qué desesperación de los que gritan y nadie los oye! El camión estaba parado en un camino poco transitado a las afueras de San Antonio y el sol, el brutal sol, confirmaba otra ola de calor en el sur de Texas. Son cada vez más frecuentes, tanto que en otras partes del mundo a las olas de calor les están poniendo nombres, como si fueran huracanes. Aquí es donde se cruzan la migración y el cambio climático.
Los inmigrantes se murieron en un lunes en que las temperaturas superaron los 100 grados Fahrenheit (o casi 38 en centígrados). La caja del tráiler se convirtió literalmente en un horno. Pero si esto hubiera ocurrido el martes, posiblemente estarían vivos. El martes cayó una tormenta en San Antonio, llovió mucho y bajó considerablemente el calor. Maldito lunes.
Y maldito también el cruel sistema que mata a tantos inmigrantes.
Con 53 muertos, esta ya es la peor tragedia migratoria en la historia de Estados Unidos. Pero nos equivocamos si creemos que es un evento único. Casi todos los días mueren inmigrantes en su camino al norte. En el pasado año fiscal murieron 557 inmigrantes en la frontera, según datos oficiales de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Esto es mucho más que los 254 que murieron en el 2020. Y este año va en camino a convertirse, también, en uno de los más mortíferos.
Esta es una historia que se repite. En el 2003 viajé a Victoria, Texas, para una noticia similar. Decenas de inmigrantes habían sido amontonados en la parte de atrás de un tráiler. Tampoco tenían aire acondicionado ni agua suficiente. Ante la imposibilidad de abrir la puerta, hicieron un pequeño hueco -donde estaba una de las luces de freno- y por turnos se acercaban a respirar aire fresco.
Pero no fue suficiente. Cuando descubrieron el tráiler estacionado, sin chofer, había 17 inmigrantes muertos, incluyendo un niño de cinco años de edad. Dos adultos más morirían más tarde en el hospital.
Tras esa cobertura periodística hace casi dos décadas, escribí un libro -Morir En El Intento- como advertencia y pensando que este tipo de tragedias nunca se repetiría. Pero me equivoqué.
Cuando mi jefa, la incansable María Martínez, me llama a la casa, tiemblo. Casi siempre es algo grave. La penúltima vez que lo hizo terminé en la guerra en Ucrania. Y el lunes pasado, solo me preguntó si estaba al tanto de lo que ocurría en Texas. “This is bad, Mister Ramos”, me dijo. Y tenía razón. Empaqué de madrugada y a la mañana siguiente ya estaba trepado en un avión camino a San Antonio.
Fue un deja vu. Se trataba de un tráiler muy parecido, tirado y sin chofer a un lado de otra desolada carretera. Las circunstancias eran casi iguales. Y el dolor enorme pero multiplicado por 53. Del 2003 al 2022 lo único que había cambiado era el número de víctimas.
Creo que ya es momento de reconocer que este es el sistema migratorio que todos hemos permitido. Llevamos décadas discutiendo uno mejor y los políticos, sencillamente, no se ponen de acuerdo. Pero es un sistema cruel, injusto y mortal. He seguido de cerca la pelea entre el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y el gobernador de Texas, Greg Abbott, después de la tragedia de San Antonio y es frustrante. Abbott le echa la culpa a la “política de fronteras abiertas” de Biden y el presidente responde que este no es el momento de politizar una tragedia y culpa, a su vez, a los traficantes de personas.
Mientras tanto siguen muriendo inmigrantes en la frontera. Y con el fin del programa Quédate En México, como decidió la Corte Suprema, muchos más intentarán cruzar. Vienen meses difíciles.
Ya sabemos que los muros no sirven. La frontera entre México y Estados Unidos es porosa, fácil de violar, y así ha sido desde su creación tras la guerra en 1848. Eso no ha cambiado ni va a cambiar.
Lo normal, lo natural, es que las personas más pobres y vulnerables del continente, y que viven en el sur, se vayan al lugar más seguro y próspero en el norte, que es Estados Unidos. Huir de la guerra, de las pandillas, de la pobreza, de la falta de salud y educación, de la corrupción y de la ausencia de oportunidades no es un crimen.
Y si a esto le sumamos las terribles consecuencias económicas por la pandemia, tenemos la tormenta perfecta.
En el pasado mes de mayo fueron detenidas más de 239 mil personas que entraron ilegalmente a Estados Unidos. Es un récord. Esto quiere decir que en este año fiscal pudieran entrar unos dos millones de personas sin documentos. Otro récord. Esa es la realidad. Es una simple cuestión de oferta y demanda. Y Estados Unidos tiene la capacidad y la obligación moral de proteger a muchos de esos refugiados.
El problema es que no hay un sistema eficiente, generoso y justo que permita atender a toda esta gente.
Tenemos que aceptar que el millón de inmigrantes legales que Estados Unidos acepta anualmente es totalmente arbitrario e insuficiente. Por cada inmigrante que llega legalmente, entran dos sin documentos. El sistema tiene que adaptarse a esta nueva realidad. Imponer cifras, como hemos visto, no tiene ningún impacto en la frontera.
Conclusión: hay que ampliar la migración legal y crear un nuevo sistema para evitar más tragedias como la de San Antonio y Victoria. La muerte nunca debe ser parte de la ecuación migratoria. Si los futuros inmigrantes y refugiados supieran que hay maneras seguras y confiables de entrar a Estados Unidos, estoy seguro que no se arriesgarían cruzando con sus hijos por el río Bravo, ni se aventurarían en el desierto a la mitad de la noche o se meterían en una caja metálica sin aire acondicionado en pleno verano.
Pero no tengo muchas esperanzas. Todas las que tuve se han ido desinflando.
Aquí estoy esperando la siguiente llamada de María.
Jorge Ramos