Mucho Más Que Fútbol

Es difícil de explicar a quienes no crecieron rodeados de fútbol el por qué la Copa Mundial en Sudáfrica nos hace perder el balance de nuestras vidas por un mes. ¨Fiebre mundialista¨ le llaman los crónistas deportivos. Para mí es, simplemente, regresar a una infancia feliz.
Crecí jugando fútbol en la calle frente a mi casa en la ciudad de México, con mis tres hermanos y vecinos, y con dos piedras como porterías. Todos los fines de semana. Todo el verano despúes de desayunar y hasta que el sol se metiera.
Recuerdo que el estado normal de mis rodillas eran dos enormes costras que sangraban invariablemente con el primer balonazo. No me importaba. Lo importante era driblar al oponente y meter gol mientras toreábamos irresponsablemente a los autos que pasaban.
En la escuela era igual. Asistir a clases tenía sentido solo por el recreo para jugar futbolito.
El mejor halago que me podían dar mis compañeros era decir que había hecho una jugada o tocado el balón como Enrique Borja, el goleador mexicano más famoso de mediados de los años 60 y 70.
Hace unas semanas, cuando el trofeo de la Copa del Mundo estuvo durante unas horas en la ciudad de Miami (como parte de una gira mundial), me tomé una foto con Borja -quien ahora es un alto ejecutivo del futbol internacional- y luego se la fui a presumir a mi hijo Nicolás de 11 años.
Desde luego que no tenía ni idea de lo que le estaba platicando. Pero me dio unas palmaditas en la espalda y me dijo: "Qué bien papá'.
El fútbol me regresa a los domingos por la tarde en casa de mi abuelo Miguel. Frente a una caja gigantesca, que era el televisor de blanco y negro, los nietos devorábamos el acostumbrado plato de chicharrón mientras veíamos el partido.
Al medio tiempo, mi abuelo nos llevaba al pequeño bar bajo las escaleras y nos servía un vasito de rompope, un licor muy suave y dulce hecho con leche.
El mareo subsecuente terminaba con el pitazo final del juego y el inicio de una larga comida cuya sobremesa se extendía hasta la noche.
Estos recuerdos del fútbol en México me siguieron en mi aventura hacia el norte. Y hoy, todavía, juego fútbol los sábados por la mañana con un estusiasta grupo de ex jóvenes llenos de vendas y olorosas pomadas para el dolor.
Bueno, juego siempre y cuando no tenga que llevar a mi hijo a algún torneo con su equipo en la Florida. Nicolás, casi por ósmosis, absorbió desde niño mi pasión por el fútbol y, estoy seguro, se la transmitirá también a sus hijos.Nicolás me está acompañando en Sudáfrica durante este mundial y, sin duda, estoy más emocionado por su compañía que por ver a los mejores jugadores del planeta.
Vivo en un país -Estados Unidos- donde el soccer es, todavía, un deporte secundario. No llena estadios como el fútbol americano, el basquetbol o el beisbol.
Pero su infraestructura deportiva es tan eficiente -con buenas ligas, muchos campeonatos y enormes recursos en comparación con América Latina- que no debe sorprendernos si a mediado plazo Estados Unidos se convierte en campeón del mundo.
Sin embargo, en Estados Unidos el fútbol no se juega en la calle –como yo lo hacía en México- y sospecho que esos niños (perfectamente uniformados y que juegan con arbitro en impecables canchas verdes de pasto sintético) no se divierten tanto como lo hicimos nosotros.
Nosotros jugábamos para divertirnos; ellos lo hacen para ganar.
Confieso que mis gustos futboleros están muy influenciados por el pasado. Creo que el brasileño Pelé -no Maradona, Messi, Ronaldo, Ronaldinho o Beckham- ha sido el mejor jugador de la historia y creo que el partido de la semifinal del mundial en México en 1970 entre Alemania e Italia no tiene paralelo.
Pero por eso vine a Sudáfrica y por eso veré la mayoría de los 64 partidos del mundial (y sus repeticiones por televisión en horarios innombrables): para acordarme de una época en mi vida en que nada, absolutamente nada, era más importante que el fútbol. Una época en que casi rocé el cielo.

Acerca del Autor
Periodista Internacional

Leave a Reply

*