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Cómo Katya Nos Llevó Al Cielo
Por Jorge Ramos, Escribiendo para el periódico La Voz desde 1998
Escrito el 21 Jun 2022
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Muchos de los que han tenido la oportunidad de ver la tierra desde el espacio, aseguran que la vida les ha cambiado. Es el llamado “efecto perspectiva” (overview effect, en inglés).
Al ver nuestro planeta tan pequeño, tan frágil, hermoso y sin fronteras visibles, hay la tendencia a pensarte parte de la humanidad, como un solo grupo, y un deseo de dedicar el resto de tu existencia a la paz y a salvar el mundo.
Katya Echazarreta quería experimentarlo.
Ella es la primera astronauta mexicana en ir al espacio. Hace unos días se trepó en Texas en una nave de Blue Origin y en poco más de 10 minutos hizo historia…y le abrió el camino a otras mujeres latinoamericanas. “¡El espacio es hermoso y el planeta Tierra es la mejor vista de todas!” escribió después de aterrizar en su cuenta de Twitter.
Existe una imagen de Katya dentro de la nave -en uno de esos momentos de ingravidez a unas 60 millas de altura- en que su sonrisa dice: soy la persona más feliz del mundo, o más bien, arriba del mundo. Llegar hasta ahí no fue fácil.
Hay quienes tienen un “sueño americano”. Bueno, Katya tenía un sueño espacial que tuvo que pasar, antes, por Estados Unidos. Ella nació en Guadalajara, México, y a los siete años emigró con su familia a San Diego, California, debido a que su hermana mayor sufría de una discapacidad mental.
“No hablaba nada, nada, nada, de inglés”, me confesó Katya en una entrevista antes del despegue. “Fue un poco difícil al principio; se burlan de ti los niños, no entiendes nada en la escuela…No tenía dinero para ir a la (universidad) pero gracias a mi trabajo y a mi esfuerzo me dieron dos becas.” Así pudo asistir a UCLA y a la universidad Johns Hopkins. Poco después empezó a trabajar en la NASA.
Ir al espacio fue otra proeza. Cuando el billonario Jeff Bezos crea la corporación espacial Blue Origin en el 2000, Katya apenas tenía cuatro años de edad y todavía vivía en México. El proyecto de Bezos -criticado en ese entonces como la autopromoción de una persona que no conoce límites- sonaba a locura y más aún que una niña de Jalisco pudiera convertirse en astronauta. “Cuando yo era niña, yo tenía estos sueños”, me contó.
“Y desafortunadamente muchas personas me decían que no iba a poder, que personas como nosotros no podíamos estar en lugares como estos.”
Katya no les hizo caso.
Ella estuvo buscando ansiosamente la oportunidad de ir al espacio durante un proceso que duró tres años. Y, junto a sus cinco compañeros de vuelo, fue escogida entre más de 7,000 candidatos. “Yo estaba bien estresada haciendo mis entrevistas, yo di todo lo que pude dar…y decidieron elegirme a mí para esta misión.”
Volar en un avión -como estoy haciendo mientras escribo esta columna- es una cosa. Subirse a una nave espacial privada (no de la NASA), cruzar la atmósfera, desafiar la fuerza de gravedad y regresar sano y salvo es otra muy distinta.
A pesar de que una aerolínea me asegura que he volado con ellos más de tres millones de millas -o sea, el equivalente a darle la vuelta varias veces al planeta- aún me asusto en pleno vuelo.
Me sigue sorprendiendo que una mole de acero de varias toneladas y con más de 100 o 200 pasajeros a bordo, pueda flotar. Es uno de los grandes inventos de la humanidad. Es casi magia el treparse a una máquina y aparecer tres u ocho horas después en un lugar totalmente distinto.
Sin embargo, pocas veces me siento tan vulnerable como cuando hay una fuerte turbulencia y el avión se mueve como pluma en el aire. Ingenuamente me agarro del asiento como si eso me fuera a salvar.
Tres o cuatro sustos grandes -entre tormentas y aterrizajes forzosos- solo refuerzan mis temores a pesar de que sé que volar es más seguro que manejar un auto.
Por eso tenía que hacerle
esta pregunta a Katya.
- “¿Te da miedo (ir al espacio)?”
- “No”, me contestó con absoluta convicción. “Yo creo que es porque, como ingeniera, entiendo todas las pruebas y todo el trabajo que va detrás de una misión así. Entonces, gracias a eso, tengo una posición en la que puedo ver esta misión desde esta perspectiva.”
Esta tapatía de 26 años ha utilizado las redes sociales para “cambiar el ambiente para las mujeres en ingeniería y en las ciencias”. Y yo quería contar su historia porque estoy seguro de que, en este momento, mientras leen la historia de Katya, hay muchas niñas latinoamericanas que están pensando en ser como ella.
Nada como sentirse representados. Nada como saber que hay otros como nosotros haciendo cosas que parecían imposibles. Pero primero hay que imaginárselas. Como Katya.
“Desde niña he amado el espacio”, me contó. “De hecho, hasta cuando veo películas y se ve la tierra, me dan ganas de llorar.” Pero Katya no aparece llorando en Twitter. Al contrario. Momentos después de aterrizar se tomó una foto con la nave de Blue Origin de fondo y una sonrisa inmensa, del tamaño del espacio.
Katya se fue al cielo y nos llevó a todos con ella.
Al ver nuestro planeta tan pequeño, tan frágil, hermoso y sin fronteras visibles, hay la tendencia a pensarte parte de la humanidad, como un solo grupo, y un deseo de dedicar el resto de tu existencia a la paz y a salvar el mundo.
Katya Echazarreta quería experimentarlo.
Ella es la primera astronauta mexicana en ir al espacio. Hace unos días se trepó en Texas en una nave de Blue Origin y en poco más de 10 minutos hizo historia…y le abrió el camino a otras mujeres latinoamericanas. “¡El espacio es hermoso y el planeta Tierra es la mejor vista de todas!” escribió después de aterrizar en su cuenta de Twitter.
Existe una imagen de Katya dentro de la nave -en uno de esos momentos de ingravidez a unas 60 millas de altura- en que su sonrisa dice: soy la persona más feliz del mundo, o más bien, arriba del mundo. Llegar hasta ahí no fue fácil.
Hay quienes tienen un “sueño americano”. Bueno, Katya tenía un sueño espacial que tuvo que pasar, antes, por Estados Unidos. Ella nació en Guadalajara, México, y a los siete años emigró con su familia a San Diego, California, debido a que su hermana mayor sufría de una discapacidad mental.
“No hablaba nada, nada, nada, de inglés”, me confesó Katya en una entrevista antes del despegue. “Fue un poco difícil al principio; se burlan de ti los niños, no entiendes nada en la escuela…No tenía dinero para ir a la (universidad) pero gracias a mi trabajo y a mi esfuerzo me dieron dos becas.” Así pudo asistir a UCLA y a la universidad Johns Hopkins. Poco después empezó a trabajar en la NASA.
Ir al espacio fue otra proeza. Cuando el billonario Jeff Bezos crea la corporación espacial Blue Origin en el 2000, Katya apenas tenía cuatro años de edad y todavía vivía en México. El proyecto de Bezos -criticado en ese entonces como la autopromoción de una persona que no conoce límites- sonaba a locura y más aún que una niña de Jalisco pudiera convertirse en astronauta. “Cuando yo era niña, yo tenía estos sueños”, me contó.
“Y desafortunadamente muchas personas me decían que no iba a poder, que personas como nosotros no podíamos estar en lugares como estos.”
Katya no les hizo caso.
Ella estuvo buscando ansiosamente la oportunidad de ir al espacio durante un proceso que duró tres años. Y, junto a sus cinco compañeros de vuelo, fue escogida entre más de 7,000 candidatos. “Yo estaba bien estresada haciendo mis entrevistas, yo di todo lo que pude dar…y decidieron elegirme a mí para esta misión.”
Volar en un avión -como estoy haciendo mientras escribo esta columna- es una cosa. Subirse a una nave espacial privada (no de la NASA), cruzar la atmósfera, desafiar la fuerza de gravedad y regresar sano y salvo es otra muy distinta.
A pesar de que una aerolínea me asegura que he volado con ellos más de tres millones de millas -o sea, el equivalente a darle la vuelta varias veces al planeta- aún me asusto en pleno vuelo.
Me sigue sorprendiendo que una mole de acero de varias toneladas y con más de 100 o 200 pasajeros a bordo, pueda flotar. Es uno de los grandes inventos de la humanidad. Es casi magia el treparse a una máquina y aparecer tres u ocho horas después en un lugar totalmente distinto.
Sin embargo, pocas veces me siento tan vulnerable como cuando hay una fuerte turbulencia y el avión se mueve como pluma en el aire. Ingenuamente me agarro del asiento como si eso me fuera a salvar.
Tres o cuatro sustos grandes -entre tormentas y aterrizajes forzosos- solo refuerzan mis temores a pesar de que sé que volar es más seguro que manejar un auto.
Por eso tenía que hacerle
esta pregunta a Katya.
- “¿Te da miedo (ir al espacio)?”
- “No”, me contestó con absoluta convicción. “Yo creo que es porque, como ingeniera, entiendo todas las pruebas y todo el trabajo que va detrás de una misión así. Entonces, gracias a eso, tengo una posición en la que puedo ver esta misión desde esta perspectiva.”
Esta tapatía de 26 años ha utilizado las redes sociales para “cambiar el ambiente para las mujeres en ingeniería y en las ciencias”. Y yo quería contar su historia porque estoy seguro de que, en este momento, mientras leen la historia de Katya, hay muchas niñas latinoamericanas que están pensando en ser como ella.
Nada como sentirse representados. Nada como saber que hay otros como nosotros haciendo cosas que parecían imposibles. Pero primero hay que imaginárselas. Como Katya.
“Desde niña he amado el espacio”, me contó. “De hecho, hasta cuando veo películas y se ve la tierra, me dan ganas de llorar.” Pero Katya no aparece llorando en Twitter. Al contrario. Momentos después de aterrizar se tomó una foto con la nave de Blue Origin de fondo y una sonrisa inmensa, del tamaño del espacio.
Katya se fue al cielo y nos llevó a todos con ella.
Jorge Ramos