Gracias…

WASHINGTON, D.C. - Escribo mi última columna para La Opinión como asesora de America’s Voice, aunque espero que no sea mi última columna en lo que me reste de vida (o la última en La Opinión).
Durante el año pasado y durante los meses pasados he defendido la urgencia y la necesidad de una reforma migratoria integral que todavía no llega pero que espero que lo haga pronto si los planetas se alinean generando ese evasivo valor que tanta falta hace por estos días. Y durante todo el año pasado he experimentando la satisfacción de escribir sobre un tema muy cercano a mi corazón, y el cual ha sido central en mi carrera de más de dos décadas como periodista; he seguido conociendo de cerca las historias de los valiosos inmigrantes que tanto aportan y enriquecen a este país; he sentido dolor y tristeza por el efecto de fallidas medidas migratorias que sirven para acumular puntos políticos, pero que devastan a familias e individuos; he sido testigo del compromiso genuino de muchos, y de los esfuerzos a medias de otros; y he experimentado la frustración de la larga espera por una solución.
Circunstancias de todo tipo alteran nuestras rutas de navegación, pero el compromiso prevalece así como la convicción de que algo tiene que producirse más temprano que tarde para aliviar tanta incertidumbre y tanto dolor. Ojalá que la reunión de hoy lunes entre el presidente Barack Obama y los senadores Chuck Schumer, demócrata, y Lindsey Graham, republicano, suponga el serio despegue de un esfuerzo legislativo bipartidista para atajar este asunto.
Ruego también por el éxito de la Marcha Por América el domingo 21 de marzo, una movilización nacional que busca recordarle a los líderes del país que la falta de una reforma migratoria integral verdaderamente afecta a familias compuestas por personas de todo tipo de situación migratoria; a niños ciudadanos estadounidenses cuyos padres han sido deportados o están en riesgo de serlo; a brillantes jóvenes estudiantes sin documentos que sólo buscan dar lo mejor de sí a este país; a residentes legales y ciudadanos que llevan años esperando reunirse con los suyos; al indocumentado que todos vapulean, pero que de una forma u otra se hace presente en las vidas de todos y cada uno de nosotros con su trabajo y con su aporte.
En el pasado año he recibido aliento de quienes comparten mi punto de vista o cuando menos lo respetan; he sido objeto de insultos de quienes me han acusado de defender “criminales” invitándome “finamente” a regresarme a mi país (que por cierto, es territorio de Estados Unidos); de agradecimiento de quienes creen que soy abogada de inmigración y me piden asesoría legal; y de las burlas socarronas de otros siempre bien dispuestos a criticar sin aportar nada a la discusión.
Me han escrito personas llenas de dolor y angustia por el miedo en que viven, por la discriminación que sufren, porque llevan años de no ver a un hijo, a un esposo, a una esposa o a sus padres; personas sin documentos me han preguntado desesperados si se van o si se quedan “esperando el milagro”. En muchas personas veo un espíritu de lucha y un positivismo dignos de admirar. Y en otras más, a pesar de haber vivido en carne propia el ser indocumentado y de tener la suerte de haber regularizado su situación, veo cómo desprecian a quienes llegaron después que ellos.
En fin, que me ha tocado ser testigo y experimentar toda la gama de sentimientos que genera un asunto tan complicado y a la vez tan vital para este país.
Por la buena fe de algunos y por los malos deseos de otros, muchas gracias.
Pero sobre todo, gracias a los inmigrantes que han sido protagonistas centrales de esta travesía; que a diario me aleccionan con su firmeza para enfrentar la vida, con su fortaleza ante la adversidad, y me recuerdan lo afortunada que soy.
La travesía ha valido la pena. Gracias.

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